Formación de Catequistas
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    La formación del catequista depende en parte de lo que se pida de él en la comunidad cristiana, de lo que su conciencia profesional le reclame y de los que objetivamente sea conveniente para la fe de los catequizandos. Pero es tan importante una buena formación que de ella depende siempre la adecuada actuación y el resultado de su tarea eclesial y deci­siva para la evangelización del mundo, tarea confiada por Jesús a sus seguidores (Mc. 1.6.16.)

    1. Perfil del Catequista

   Todo catequista ha de ser un discípulo incondicional de Jesús: conocer su per­sona y su mensaje, amar a su Iglesia, dar testimonio de su Espíritu Santo, transmitir con fidelidad su mensaje. Es el criterio central rector de la formación para su misión en el doble sentido de testimonialidad y de ortodoxia. Sin testimonio vital y sin rectitud de doctrina no hay catequesis auténtica.
   La tercera dimensión se centra en su tarea pedagógica, es decir en la dimensión educadora, que le reclamará formarse en los lenguajes y en las metodologías convenientes para ofrecer ese testimonio y esa doctrina de forma que sean asequibles a los destinatarios.
   El Catequista debe educarse a fondo en el misterio: conocerlo, amarlo, vivirlo, pues debe transmitir "lo que ha visto, oído, vivido" por la fe como los primeros discípulos lo vivieron por el encuentro, y todo ello para el servicio a Cristo. No basta aprender una doctrina y enseñarla a otros sin más. El mensaje cristiano es algo más que una doctrina, un sistema, una teología o un programa.
   Por eso no basta formarse como hombre culto y capaz de hacer bondadosamente aceptable un contenido religioso. Es preciso ser testigo, mensajero de Reino, por una parte, para que la cultura sea viva, alegre, evangélica y evangelizadora.
   Además el catequista no es, o no debe ser, un aficionado que realiza una buena obra ocasionalmente. Es miembro, o deber serlo, de una familia, de una comunidad y su pertenencia es permanente. Por eso debe formarse para actuar en equipo, de catequistas y de cristianos. Tiene que prepararse para coordinarse con otros, para colaborar y, si el caso lo requiere, para dirigir a los demás, para ser líder comprometido, con lo cual podrás prestar un servicio sin límites.
   Los objetivos de su trabajo se centrarán en educar la fe de los niños, de los adolescentes o de los adultos. Por lo tanto debe él mismo conseguir claridad de ideas y criterios, honestidad de vida, fe viva y caridad sincera que le susciten elevadas dosis de sacrificio para hacer el bien en profundidad.
   Y como la tarea educadora siempre reclama perfección de partida y continuo perfeccionamiento en los procesos, el perfil del catequista se completa con cierta inquietud personal por hacer las cosas cada vez mejor. La formación permanente debe entrar en sus esquemas mentales como una llamada a la responsabilidad y como una necesidad en la labor. Con ello se hará capaz de superar la vulgaridad profesional y la rutina en bien de unos cristianos que se ponen en su camino para saberse y sentirse ayudados en su fe y en la vivencia de las virtudes cristianas.
   El catequista debe ser consciente que nunca llegará del todo a la perfección. Pero su misión le reclama intentarlo.

2. Criterios directivos

   Cada catequizando ha de recibir un trato diferente, porque la persona es distinta y el misterio de Dios en cada uno reclama respuestas personales.
   El catequista sólo podrá entender y lograr ese trato diferencial, en lo espiritual y en lo psicológico, si es capaz de prepararse con la reflexión sobre las propias experiencias acumuladas y con el contraste con los demás catequistas.
   El diálogo, la prudencia, la abnegación, la constancia, la sensibilidad y el tacto pedagógico no se aprenden en los libros, sino en el contacto con las personas.
   Además el campo en el que se mueve su acción de catequista no es el profano de las ciencias positivas, ni siquiera religiosas, ni es el social de las relaciones grupales. El se mueve en las fronteras del misterio: el de la Palabra de Dios, el del hombre libre, el de la comunidad de fe, el de la esperanza escatológica. El entra en juego como mediador y debe aprender a mediar, no a absorber o a imponer. La formación en la palabra de Dios y el constante incremento de sus conocimientos en los contenidos bíblicos, litúrgi­cos, doctrina­les, morales o sociales, le resulta de necesidad.
   Por eso su fuente mejor de formación profesional se halla en la Sagrada Escritura y lo que ella implica para la vida del creyente.
   Como nadie da lo que no tiene, y la vida de oración y los actos de caridad son vida para el cristiano, el catequista que no ora y no ama se sentirá vacío.
   Difícilmente podrá dar actitudes de fe y de celo si el mismo no las tiene. No podrá sembrar la alegría cristiana si el vive triste o es pesimista. Nunca dará esperanza si él se olvida de la Providencia. El formarse mediante la práctica en esos valores supremos del cristiano ­son condiciones de acción catequística eficaz y contagiosa para los catequizandos.
   Estos valores reclaman un complemento. El catequista actúa en nombre de la Iglesia. Pero no es el último responsable de la acción educadora que lleva entre manos. Por una parte se debe preparar para ser mensajero, no dueño del mensaje. Y necesita humildad y obediencia al Magisterio, a quien Jesús ha confiado la animación de la comunidad cristiana.
    Primero debe respetar al Magisterio primacial del Papa, sucesor de Pedro, que Jesús quiso colocar a la cabeza.  Sin docilidad al Magisterio no hay cate­quesis auténtica. Y después  debe venerar el Magisterio de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, y de forma muy concreta  el del propio pastor diocesano y de sus delegados parroquiales o de otro tipo comunitario. Si no se forma en la dependencia y se declara autónomo, aunque no sea rebelde, su catequesis falla.
   Además son los padres los últimos res­ponsable de la educación de los hijos, también en el orden de la fe y de la instrucción religiosa. El catequista tiene que trabajar en relación con ellos, y siembre debe sentirse su "complemento" familiar y, por desgracia con frecuencia, su "suplemento", si en la familia no se hace lo suficiente.
    Prepararse para conocer y colabo­rar con la autoridad espiritual de la Iglesia y con la autoridad natural de la familia es un deber y un desafío. Sin desanimarse debe buscar en ellos una singular formación y preparación.
   El trato inteligente e ilustrado con los demás miembros de la comunidad cristiana (grupos, personas, movimientos, apoyos) es decisivo en la acción pastoral. Y ese trato no se improvisa: se asume, se experimenta, se profundiza, se mejora. Es la pastoral de conjunto o de solidaridad evangelizadora.
   Las actividades y enseñanzas que el catequista realiza deben tener siempre de alguna forma la doble referencia, no sólo para informar, sino para compartir en una adecuada pastoral de conjunto o de soli­daridad complementaria.
   Con esos  criterios se puede aspirar a realizar el hermoso camino del acompañamiento catequístico, a fin de no educar a los catequizandos con estilos de proselitismo sino de evangelización. Eso supone que el catequista debe formarse para ser hombre de fe profunda, con identidad eclesial clara y sensibilidad espiritual.
    Si lo logra, será testigo más que docente, educador de la fe más que maes­tro de cultura religiosa, modelo de vida más que sociólogo de conduc­tas buenas.

 


 

 

 

   

 

 

 

 

   3. Procedimientos

   Estos criterios conllevan una dimensión práctica, es decir la necesidad de buscar y encauzar experiencias, relaciones, reflexiones, actuaciones concretas para que la formación del catequista sea sólida, adecuada y oportuna.
   Mediante la acción paciente, el catequista busca planes en parte programados y en cierto sentido ocasionales e improvisados cuando una oportunidad se presenta. El catequista debe aprender lo que debe enseñar y debe vivir lo que debe reclamar como vida de fe.
   Es peligrosa la improvisación y con frecuencia resulta insuficiente el autodidactismo. Pero también es insuficiente la excesiva formalización de los planes formativos.
   Basta pensar en los campos en los que el catequista debe educar a sus cate­quizandos para que entienda en qué terrenos debe estar alerta para formarse él mismo.
    ­- Debe enseñar a conocer, amar y entender el mensaje de Je­sús y de su comunidad en la Iglesia. El catequista tiene que estar continuamente recogiendo datos, informes, hechos y experiencias cristológicas y eclesiocéntricas.
     - Ha de ense­ñar, entre otras cosas, a rezar y descubrir la acción del Espíritu Santo en la comunidad de Jesús. El tiene que hacer esfuerzos para discernir con acierto entre criterios diversos no igualmente válidos para un católico. Tiene que explorar, tener encuentros, compartir dudas y buscar soluciones vitales y autentificadas.
    - Ha de ayudar a los catequizandos a practicar la caridad con los hermanos: servir, ayudar, perdonar, proteger, amar, desterrar la violencia, el erotismo, el egoísmo. El catequista necesita una buena formación moral, que le permita superar las opiniones éticas y las prácti­cas tradicionales. Y debe recordar que estas cosas sólo se enseñan con el ejem­plo y se aprenden sólo con la frecuente realización de cada día.
    - Además de esto, el catequista debe aprender Sociología religiosa e Historia eclesiástica, conocimiento de las Religiones del mundo y lenguajes artísticos del pasado. Debe sentirse interesado por la Tecnología aplicada a la comunicación e incluso debe tener curiosidad por la Prospectiva y las previsiones del porvenir en diversos terrenos sociales, culturales y también eclesiales.
    Es decir, tiene que saber tanto y tan bien que nunca va a terminar de recorrer suficientemente todos los caminos que reclaman su interés educador.
    La pastoral de la eficacia es imprescindible, dado el mundo activo y exigente que vivimos, en donde la fe sólo de palabras se pierde en las exigencias ante los hechos reales. Pero también se requiere la pastoral de la globalización, de la universalización, en el sentido de que el hombre moderno deja de ser el miembro de la cofradía de la propia aldea y se convierte en lo que es germen del cristianismo: el catolicismo de quien es enviado a toda la tierra.
    Existe el riesgo del pragmatismo exagerado y de la ambigüedad que nace de una universalidad inalcanzable. Existe el peligro de cierto cansancio o desconcierto por necesitar saber tanto para enseñar en ocasiones tan poco. Pero el catequista debe formarse también para superar los riesgos o, al menos, no dejarse oprimir por ellos.
    Detrás o debajo de las actuaciones tienen que latir los criterios sanos y éstos sólo se consiguen con la reflexión serena, con el frecuente y leal intercambio con personas sensatas y con las experiencias positivas frecuentemente realizadas, incluso con el aprendizaje en los propios errores o insuficiencias.
    Por otra parte, no existen normas unificadoras que sean universalmente válidas para crear sistemas de formación mágicamente válidos. En cada ambiente y según el tipo de catequistas con quienes se cuenta, las formas precisas de actuación pueden variar significativamen­te y las necesidades formativas pueden ser dispares. Si en algún terreno hay que respetar la individualidad de las personas, es en la fe y en la educación de la fe.

 

 

 

 
 

 

     4. Proceso de formación

     La formación del catequista debe ser ambiciosa y amplia, debe ser sistemática y debe ser autónoma.

   4.1. Ambiciosa y amplia

    Significa que, según sus posibilidades intelectuales y morales, tiene que abrirse a todo lo que le forma como persona culta y capaz de vivir en el mundo presente.
    Quedan lejos los tiempos en los que bas­taba saber el catecismo para poder enseñarlo a los niños receptivos. Y cuando era suficiente ante las dudas responder que "esto no me lo preguntéis a mí, sino que doctores tiene la santa Madre Iglesia que os sabrán responder." (Catecismo Astete, final 1ª parte) La cultura moderna va por otros caminos.

    4.2. Sistemática:

    La formación del catequista exige cierta continuidad, planificación y cohe­rencia, como acontece en todas las demás esferas del saber. El orden y el método pro­gresivo asegura el aprovechamiento o, al menos, los mejoran. Ello no obsta para que grandes dosis de conocimientos lleguen a la inteligencia por los cauces más improvisados de la vida y de la so­ciedad. Pero si no hay una suficiente organización y sedimentación de los conocimientos teóricos y prácticos, la formación siempre se resiente de la desproporción, d la inconsistencia y de la fluctuación.
    Esa sistematización puede regirse por multiplicidad de criterios y estilos, siendo imposible llegar a universal consenso sobre los mejores. Pero ciertos ejes básicos son fáciles de consensuar. Uno de ellos puede ser:
       1. Area personal: Identidad, vocación misión, perfil, catequizando.
       2. Area doctrinal: Biblia, Liturgia, Dogma, Moral, Culto, Piedad popular, Ecle­siología.
       3. Área psicológica: catequizando, religiosidad, tipologías, estímulos, evolución, trastornos o desajustes
       4. Area sociológica: Entornos, influencias, Familia, escuela, grupos, entidades colectivas, obstáculos.
       5. Area pedagógica. Sistemas, lenguajes, metodologías, estímulos, procedimientos y planificación.
     Cada uno de estos campos o itinerarios ofrece dos o tres etapas bien defini­das: de iniciación o básica, de actuación o adaptación; de especialización supe­rior.
     Lo importante en los procesos formativos es el interés, el protagonismo del catequista mismo, la capacitación de los animadores, ciertos sistemas de control que superen los esquemas o siste­mas de "buena voluntad" y cierta garantía de continuidad de conocimientos que el catequista necesita en función del "ser, del saber y del saber hacer", dimensio­nes de la formación de los cate­quistas a que alude el Directo­rio General para la Catequesis (1997).
     Es bueno recordar que, por buenos que sean los planes y las directrices para la formación de los catequistas, no siempre se pueden conseguir elevadas metas con multitud de personas. Con los catequistas, al igual con los padres, hay que evitar el perfeccionismo. Si para ser padres se exigieran excesivas condiciones sanitarias, pedagógicas, económicas y sociales, la especie humana se extinguiría. Si para ser catequistas se requieren programas amplios y certificados aca­démicos, las catequesis mueren.
     Ni a Adán ni a Eva se le exigió certificado de no consanguinidad ni a los pescadores que fueron primeros discípulos y mensajeros de Jesús se le exigió un certificado de enseñanza primaria. Esto deben recordarlo quienes, responsables de parroquias, centros educativos o movimientos cristianos, tienen elevada conciencia de su responsabilidad y obstaculizan con sus rectas exigencias una acción eficaz. Los programas son necesarios, pero la tolerancia, la flexibilidad y la comprensión son actitudes aun más imprescindibles.
     Las propuestas de los planes de formación de catequistas, para ser realizables y eficaces, requieren la acogida afectiva de los mismos catequistas que desean formarse. Los medios y las normas han de acomodarse a las circunstancias que condicionan tanto a los formadores de catequistas como a los catequistas que piensan en los formandos de todas las edades y ambientes.
  

  

 

   

 

 

  La catequesis es tarea y espacio, es misión y compromiso, de toda la Iglesia para descubrir a Dios Padre de la Vida y a Jesús, su enviado y Señor de la Historia. A través de un itinerario que nunca termina se logra un fin multiforme de:
     - conocer a Dios, amarle y obedecerle;
     - descubrir su Palabra, su misterio;
     - saberse Hijo de Dios, elegido por El;
     - integrarse a la Iglesia de Jesús;
     - comprometer a dar lo recibido.
    El catequista es el primero que se forma para esta labor admirable. Es el primer beneficiado de la formación que se proporciona a sí mismo, estimulado por la acción que necesita realizar con los demás. La formación conseguida le autoriza ante la Iglesia para una tarea propia de los elegidos de Dios. Pero es el mismo Jesús quien elige.

 

5.  Modelo Jesús

   Con frecuencia entendemos la idea deformación como adquisición de conocimiento y de habilidades profesionales.
   Buenos es recordar que en las tareas pastorales y espirituales es más importante el espíritu que las metodologías. Al menos así hemos de entender el misterio que latía en multitud de santos al estilo de San Francisco de Asís, de Sta. Tere­sita del Niño Jesús o del Cura de Ars, Juan María Vianney.
   Decir que el catequista debe encontrar en la figura de Jesús y en las formas del Evangelio un buen modelo y excelente programa de formación profesional puede parecer una ingenuidad, pero así es:
    En la huella del Buen Pastor con quien Jesús se identifica se puede hallar el modelo para la acción.
   El Buen Pastor (Jn. 10. 1-42) señala las tres actitudes que el catequista debe aprender ante todo y que sólo poco a poco logra dominar:
      - Conoce a sus ovejas. El catequista tiene que conocer a los catequizandos con todos sus rasgos y características humanas y divinas. Sólo quien conoce comparte. El catequista comparte con ellos su vida, sus alegrías y sus limitacio­nes: las personales y las familiares.
      - Protege, vigila, defiende. Incluso da la vida por ellas. El catequista hace todo esto cuando dedica su tiempo por entero a sus cate­quizandos y se forma en hábi­tos que capacitan para el servicio.
      - Enseña, camina delante de sus ovejas. El catequista da testimonio de vida ante sus catequizandos y se siente reali­zado cuando ellos aprenden, mejoran y se hacen hábiles y más cultos en las verdades de Dios.